Óscar tenía 22 años y llevaba semanas fantaseando con la idea de visitar aquel local del que tanto había oído hablar. No era un bar cualquiera; se decía que en el fondo, más allá de la música alta y las conversaciones banales, había un espacio reservado para aquellos que buscaban algo más. Una zona de encuentros entre hombres, con una pared de agujeros dispuesta para satisfacer los deseos más ocultos.
Con el pulso acelerado, cruzó la puerta. El local estaba iluminado tenuemente, lo justo para crear un ambiente íntimo y cargado de posibilidades. Óscar pidió una copa y recorrió con la mirada a los asistentes. Hombres de distintas edades y estilos se mezclaban en la penumbra, con miradas que lo escudriñaban de arriba abajo. Unos eran discretos, otros descaradamente lascivos.
Bebió un sorbo y se encaminó hacia la parte trasera del local. Una cortina de terciopelo rojo separaba la zona principal de aquella área reservada para los más atrevidos. Al cruzarla, el aire cambió, cargado de deseo y expectación. Luces aún más tenues iluminaban el pasillo donde se encontraba la famosa pared con agujeros.
Óscar sintió un cosquilleo recorrer su cuerpo. Se acercó, observando los huecos estratégicamente ubicados a distintas alturas. Se detuvo en uno, sintiendo su aliento agitado. Al otro lado, alguien ya lo esperaba. Una mano emergió, acariciando la pared como si lo invitara a seguir.
Respiró hondo y, con una mezcla de excitación y nervios, se dejó llevar. Lo que siguió fue un juego de sensaciones, donde el anonimato potenciaba cada roce, cada gemido contenido en aquel espacio reducido. El contacto de piel contra piel, la humedad y el calor compartido creaban un cóctel explosivo de placer. Óscar cerró los ojos, entregándose al momento, explorando límites que jamás había imaginado cruzar.
El tiempo se desdibujó entre jadeos y suspiros. Cuando finalmente emergió de aquel espacio, con el pulso aún desbocado y la respiración entrecortada, sintió una oleada de satisfacción recorrerlo. Sonrió para sí mismo, sabiendo que aquella no sería la última vez que cruzaría aquella cortina de terciopelo rojo.