Ser profesora de zumba no era solo mi trabajo; era mi pasión. El movimiento, la música, la energía de la gente en cada clase… todo eso me llenaba de vida. Pero había algo más que hacía que mi trabajo fuera especial: las personas. Conocerlas, escuchar sus historias y, en ciertos casos, cruzar la línea de lo profesional para adentrarme en terrenos más personales y complejos.

Desde que tengo memoria, me han gustado las mujeres. No fue algo fácil de aceptar, pero una vez que lo hice, me sentí libre. Y con el tiempo descubrí un detalle que me llamaba la atención más que cualquier otra cosa: las mujeres casadas. No sé qué era exactamente lo que me atraía, tal vez su aire de madurez, sus historias de vida, o el desafío de despertar en ellas algo que llevaban dormido durante años. Lo cierto es que, como dicen, todos tenemos nuestras debilidades, y esta era la mía.

Fue en uno de esos días comunes, entre el ritmo de una salsa y la coreografía de una bachata, cuando la vi por primera vez. Su nombre era Clara.

Tenía unos 50 años, aunque los llevaba con gracia. Su cabello castaño estaba recogido en una coleta, dejando al descubierto un rostro que hablaba de una vida plena, aunque con cierto cansancio en los ojos. No era una de esas mujeres que destacan por su apariencia de inmediato, pero había algo en su presencia que me intrigó. Llegó a la clase con timidez, casi pidiendo permiso para estar allí, y al instante supe que sería mi próximo desafío.

Cuando terminamos la clase, me acerqué a saludarla.

—Hola, soy Andrea, la profesora. No te había visto antes. ¿Es tu primera clase?

Clara sonrió con timidez y afirmó con la cabeza.
—Sí, vine porque una amiga me insistió mucho. Dice que esto es maravilloso, pero la verdad es que me siento un poco fuera de lugar.

—¡Para nada! —dije rápidamente—. Estuviste genial para ser la primera vez. Además, aquí no importa la experiencia; lo que importa es disfrutar.

Su sonrisa se amplió, y vi en ella un brillo que me hizo querer saber más.

Con el tiempo, Clara empezó a asistir regularmente a mis clases. Llegaba siempre puntual, se colocaba en la parte trasera de la sala, y aunque al principio se movía con torpeza, poco a poco fue soltándose. Me di cuenta de que, aunque su cuerpo respondía al ritmo, su mente estaba atrapada en algún lugar lejano.

Un día, después de clase, le ofrecí quedarnos un rato más para practicar algunos pasos. Ella dudó, pero aceptó. Mientras nos movíamos al ritmo de la música, empecé a hablarle de temas más personales, buscando abrir esa puerta que mantenía cerrada.

—Eres muy buena, Clara. ¿Por qué dices que te sientes fuera de lugar?

—No sé, creo que es la costumbre. —Hizo una pausa, como si no supiera si seguir hablando—. Toda mi vida ha girado alrededor de mi familia. Tengo tres hijos, ¿sabes? Y ahora que son mayores, siento que no sé quién soy sin ellos.

Ahí estaba. Ese sentimiento de vacío que a menudo acompaña a las mujeres que han pasado toda su vida cuidando de otros. Un vacío que yo sabía llenar, aunque fuera por un momento.

—Es normal sentirse así —le dije suavemente—. Pero esta es tu oportunidad para redescubrirte. Para hacer cosas que sean solo para ti.

Clara me miró, y en sus ojos vi un destello de curiosidad, de ganas de algo más.

—Supongo que tienes razón. Gracias, Andrea. Eres muy buena escuchando.

Con el tiempo, nuestra relación pasó de ser profesora y alumna a algo más cercano. A veces, después de clase, nos quedábamos hablando sobre su vida, su familia y sus sueños olvidados. Yo escuchaba con atención, dejando caer de vez en cuando algún comentario que la hiciera sentirse especial.

Una tarde, le propuse ir a tomar un café después de clase. Ella aceptó, y en ese pequeño café del barrio, la distancia entre nosotras empezó a desdibujarse. Hablamos durante horas, riéndonos como si fuéramos viejas amigas. Y fue allí donde noté por primera vez una chispa en su mirada, una chispa que no estaba dirigida al mundo, sino a mí.

Con cada encuentro, Clara parecía más segura de sí misma. Se arreglaba más para venir a clase, me buscaba con la mirada, y sus risas se volvían más espontáneas. Yo, por mi parte, me aseguraba de mantener el equilibrio justo entre la amistad y el coqueteo, dejando que fuera ella quien diera el primer paso, aunque todo estaba cuidadosamente calculado.

Un día, al despedirnos después de un café, me armé de valor y le dije:
—Clara, me encanta pasar tiempo contigo. Hacía mucho que no me sentía tan conectada con alguien.

Ella me miró, sorprendida, y luego sonrió con una mezcla de nerviosismo y complicidad.
—Yo siento lo mismo, Andrea.

Ese fue el comienzo.

La siguiente clase, Clara llegó con un vestido que le quedaba perfecto. Se colocó más cerca de mí, y nuestros ojos se encontraban con más frecuencia. Cuando la música sonaba, parecía que solo bailábamos nosotras dos. Cada paso, cada mirada, cada sonrisa, era un mensaje que solo nosotras entendíamos.

Finalmente, llegó el día en que decidí dar un paso más. Después de la clase, le sugerí que hiciéramos algo diferente.
—¿Qué te parece si vamos a dar un paseo? Hay un parque cerca de aquí que es precioso al atardecer.

Clara aceptó, y mientras caminábamos entre los árboles, el ambiente se llenó de una tensión que ambas sentíamos pero ninguna quería romper. Nos sentamos en un banco, y tras unos minutos de charla, me incliné ligeramente hacia ella.

—Clara, ¿alguna vez has hecho algo solo por ti? Algo que te haga feliz, sin pensar en nadie más.

Ella me miró, y en sus ojos vi una lucha interna.
—No sé… Creo que he olvidado cómo hacerlo.

—Tal vez sea hora de intentarlo. —Mi voz era suave, casi un susurro.

Clara me miró fijamente, y en ese momento supe que había llegado al punto sin retorno. Lentamente, acorté la distancia entre nosotras y dejé que mi mano rozara la suya. Su respiración se aceleró, pero no se apartó.

—Andrea… no sé si esto está bien.

—A veces lo que está bien no es lo que nos hace felices —respondí.

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. En su rostro se dibujó una mezcla de miedo y deseo, pero cuando nuestras manos se entrelazaron, supe que había tomado su decisión.

Clara y yo no teníamos un destino claro, pero en ese momento no importaba. Lo que habíamos encontrado en nuestras miradas y en nuestras manos era algo que ninguna de las dos estaba dispuesta a dejar ir.

 

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