El calor sofocante del verano se dejaba sentir en las calles del barrio, y aquella tarde decidí salir a tomar algo en un bar cercano. Había estado disfrutando de mi nuevo juego de exhibicionismo durante días, y aunque el morbo de ser visto me llenaba de adrenalina, necesitaba relajarme con una cerveza fría. Fue entonces cuando al entrar al bar la vi.
Ana estaba sentada en una de las mesas de la terraza, con su vestido lencero ligero que dejaba ver la suavidad de su piel bronceada y los generosos contornos de sus pechos. A su lado, Sergio bebía una copa de vino, con la misma seguridad con la que siempre se había mostrado al observarme desde su casa. Me detuve un segundo, sopesando si debía o no acercarme. No hizo falta decidirlo.
— Hola vecino —su voz era cálida, casi traviesa.
Un frío sudor que contrastaba con el ambiente me recorrió, y ella me invitó a sentarme con una sonrisa cómplice. Él levantó su copa en señal de saludo, y pronto estábamos los tres inmersos en una conversación animada. Nos presentamos ellos Ana y Sergio. Al principio, hablamos de lo más cotidiano. Comentamos el calor de la temporada y cómo afectaba a la ciudad, lo difícil que era dormir con las temperaturas tan altas. Luego la conversación giró hacia los negocios del barrio, aquellos locales que habían resistido el paso del tiempo y los nuevos emprendimientos que intentaban abrirse camino. Finalmente, el tema de las vacaciones surgió de manera natural: Ana y Sergio solían viajar cada verano a la costa a Vera, disfrutando del mar y las noches de fiesta.
Las cervezas se fueron sucediendo y, a medida que avanzaban las horas, el tono de la conversación cambió. Ana, con los ojos brillantes de emoción y la lengua algo más suelta, comenzó a hablar de la intimidad de su relación con Sergio. Me contó cómo llevaban años explorando juntos nuevas experiencias, cómo habían descubierto que les excitaba la idea de compartir miradas con desconocidos. Sergio, lejos de incomodarse, la escuchaba con una sonrisa que delataba complicidad.
—Nos gusta jugar con la tensión —dijo Ana, inclinándose un poco más sobre la mesa, lo suficiente para que el escote de su vestido se abriera tentadoramente—. Nos excita ver y ser vistos.
Su mano se deslizó suavemente sobre mi pierna. El contacto fue un simple roce, pero bastó para que un escalofrío me recorriera el cuerpo. Miré a Sergio, esperando alguna señal de desaprobación, pero él simplemente se recostó en su silla y se limitó a beber su copa, como si lo que ocurría fuera lo más natural del mundo.
Entonces, sin previo aviso, Ana me besó. Sus labios eran suaves, cálidos, y su lengua exploró la mía con una sensualidad deliciosa. La sensación de sus pechos rozando mi pecho encendió cada fibra de mi ser. Sentí su mano apretar con más fuerza mi muslo, incitándome a seguir el juego. Cuando nos separamos, Sergio seguía sonriendo.
—Creo que deberíamos ir a otro sitio —sugirió Ana con picardía.
Nos levantamos de la mesa y salimos del bar. Ana entrelazó sus dedos con los míos, como si fuéramos pareja de toda la vida, mientras Sergio caminaba a nuestro lado, hablando de cualquier tema sin importarle lo que hacíamos, me decidí y me lancé a tocar ese culo que se hacía super apetecible bajo el vestido y descubrí que llevaba un tanga casi mínimo y Ana sin importarle nada bajó un poco más mi mano para que tocara su culo sin tela de por medio y sin importarla si la vería la gente. Caminamos hasta uno de los bares de copas más populares de la zona, un lugar con luces tenues y música rock/pop que gusta a todo el mundo. Durante el trayecto, no dejé de tocarla. Mis manos exploraban sus muslos, acariciaban la curva de su cadera bajo el vestido lencero, sintiendo la calidez de su piel. Ana respondía con sonrisas cómplices, con miradas cargadas de deseo.
Al llegar al bar, apenas cruzamos la puerta, Ana me susurró al oído:
—Ven conmigo.
No tuve tiempo de responder. Me tomó de la mano y me llevó directamente al baño. Apenas cerramos la puerta con llave, me empujó contra la pared y se quitó el vestido de un solo movimiento. Su cuerpo quedó completamente expuesto ante mí: sus pechos grandes y firmes, su piel bronceada, la humedad evidente entre sus muslos. Me lancé sobre ella con hambre, besándola con la intensidad acumulada de toda la noche.
Mis manos recorrieron su cuerpo, sintiendo la suavidad de su piel, el calor de su deseo. Deslicé mis dedos entre sus piernas, explorándola, mientras ella gemía en mi oído, provocándome aún más, tenía su coñito totalmente empapado, depilado en su totalidad menos por una línea fina de pelito que daba un morbo total.
Me deshice rápidamente de mi ropa, y mi polla fue directamente a parar a la puerta de su empapado coño, ese roce hizo soltar a Ana un gemido que gracias a la música no se escuchaba, o eso creo, y comenzó el baile. La alcé contra la pared, sujetándola por los muslos mientras ella rodeaba mi cintura con sus piernas metiéndose de un solo golpe mi polla hasta el fondo de su coño. Su cuerpo se movía al compás del mío, sus uñas se clavaban en mi espalda, su boca buscaba la mía con urgencia. Nos fundimos en un torbellino de placer, perdiéndonos en el calor de la pasión desatada. Sabíamos que no íbamos a durar mucho y así fue, cuando la avisé que me iba a correr cerró con más fuerza sus piernas y no hubo marcha atrás, me corrí con fuerza y parecía que no iba a parar.
Ya un poco recompuestos Ana ni siquiera se limpió, se puso el tanga, y me miró:
“No creo que sea necesario que te diga quien va a limpiar esto” con una sonrisa de niña mala que desató mi carcajada.
Fuera del baño, Sergio esperaba. Sabía exactamente lo que había ocurrido. Sabía que Ana había disfrutado de su vecino y sin necesidad de ninguna indicación y con disimulo puso la mano en el coñito de su mujer y se la llevó a la boca:
“Cariño creo que tienes que volver al baño, no puedes estar así empieza a correr por tus piernas la corrida de Nuncio, vente que te limpio”
Ana me miró me guió un ojo y me dijo “no se te ocurra moverte que no hemos terminado todavía”.
Habrá una tercera parte y ahí si que se fue todo de madre.