Desde que era adolescente, siempre había sentido una extraña fascinación por la posibilidad de ser visto. No se trataba solo del hecho de estar desnudo, sino de la sensación de exhibirme, de dejarme ver tal cual era, sin artificios ni barreras. Con el tiempo, esta idea se convirtió en un juego privado, un secreto que nunca compartí con nadie. Pero todo cambió con la llegada del verano y la forma en que mi cuerpo comenzó a reaccionar ante la posibilidad real de ser observado.

Tengo 28 años y, aunque mi cuerpo no es el de un modelo de revista, nunca me ha acomplejado. Siempre he sido un poco pasado de peso pero con una presencia robusta, hombros anchos y un pecho cubierto por un vello oscuro que me da cierto aire varonil. Mis piernas, firmes y fuertes, me dan la seguridad de alguien que ha aprendido a disfrutar de su propio cuerpo sin necesidad de comparaciones.

Fue un día cualquiera cuando, después de una ducha, decidí no ponerme ropa al salir del baño. Me sentía cómodo con mi desnudez y, por alguna razón, dejé las cortinas abiertas. La idea de que alguien pudiera verme encendió algo en mi interior. No cerré las cortinas esa noche, ni la siguiente. De hecho, me acostumbré a deambular desnudo por casa, sintiendo la brisa de la noche rozar mi piel, con el hormigueo de la posibilidad de ser observado.

Cuando el verano llegó con su calor intenso, mi pequeño balcón se convirtió en un refugio. Salía todas las mañanas a tomar el sol, sintiendo el calor sobre mi piel desnuda. Me tumbaba en una tumbona y dejaba que mi cuerpo se impregnara de luz y calor. Al principio, lo hacía con cierto nerviosismo, y aunque estoy en una zona de muchas casas solo la que está justo en frente mía podrían verme, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía público.

Era una pareja madura la que vivía enfrente. No tenían más de 50 años, con cuerpos normales, sin la preocupación de la juventud por la perfección. Ella era una mujer de pechos generosos, con pezones oscuros y firmes, con una silueta que delataba la confianza en sí misma. Él, de torso cubierto con un vello espeso y masculino, tenía un cuerpo fuerte, aunque con la suavidad que dan los años. Al principio, creí que era coincidencia verlos asomarse cuando yo salía al balcón. Pero con el paso de los días, su presencia se volvió constante.

Me observaban. Y lo sabían. No intentaban disimularlo.

Mi excitación creció. No hacía nada más que estar allí, tumbado, dejando que sus miradas recorrieran cada parte de mi cuerpo. Era un juego silencioso, una danza de voyeurismo compartido. Sus miradas se volvieron más intensas, más descaradas, hasta que un día vi cómo sus manos comenzaban a explorar sus propios cuerpos mientras me miraban.

Mi respiración se volvió pesada, mi poya creció con la excitación de sentirme observado, mirado y el ver que una pareja se animaba a jugar mirándome me puso muchísimo. No había palabras, solo el lenguaje de los cuerpos entregados a un deseo compartido. Me masturbé frente a ellos, viendo como ella se abría de piernas para que su pareja le comiese un coñito que se veía rasurado y brillante, me imagino que por la excitación, yo tenía mi poya más dura que nunca y ver como ella se la comía a su chico hizo que me imaginase que era a mi.

Estaba seguro que no iba a durar mucho pero no quería perderme verla follarse a su marido o pareja, y llegó, ver como el se sentaba sobre una especie de butaca y a ella irse penetrando lentamente mientras nos mirábamos hizo que peligrase mi integridad ya que estaba a punto de correrme, lo que creo que le ocurrió a ella ya que tras pocos saltos sobre lo que se veía increíble polla de su chico se corrió quedando expuesta y abierta de piernas con el rabo todavía dentro suya y ya no pude más y me corrí sobre mi estómago con borbotones de semen que me llegaron hasta el pecho.

Durante una semana, repetimos este juego. Cada día, al salir al balcón, ya no era solo para tomar el sol. Era para ellos. Para nosotros. Para este trío de placer silencioso, compartido en la distancia, pero más íntimo que cualquier otro encuentro que hubiera tenido. Uno de los días ocurrió algo que no me había ni imaginado ni esperado, mientras que repetíamos el ritual de vernos y masturbarnos el chico se corrió sobre el coñito de ella y cuando pensaba que iba a acabar todo ella le cogió de la cabeza y le hizo que se lo limpiara y debió hacerlo muy bien porque su cuerpo no paraba de moverse y el orgasmo se vio claramente llegar por sus mini convulsiones.

El ver esta escena hizo que me plantease si quizás querían algo más y si yo estaría dispuesto a llegar hasta ellos y tener nuevas experiencias, algo que sabréis si os ha gustado este relato en la segunda parte.

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