Habíamos salido a cenar y a tomar unas copas, como tantas otras noches en las que disfrutábamos de nuestro juego de seducción, recordando por qué después de tantos años juntos, la pasión seguía encendida. Eva, mi esposa, llevaba un vestido corto negro, ajustado, con una abertura en la pierna que me tenía hipnotizado desde que salimos de casa. Cada vez que cruzaba las piernas en el restaurante, dejaba entrever más de su piel, y el brillo en sus ojos me decía que lo hacía a propósito.

Después de la cena, fuimos a un bar con luces tenues y música suave. Nos sentamos en un rincón apartado, y mientras ella jugaba con el borde de su copa, me sonrió de esa forma que siempre lograba encenderme.

—¿En qué piensas? —preguntó con su voz dulce y seductora.

Me acerqué y le susurré al oído.

—En la primera vez que lo hicimos en un coche… en cómo jadeabas contra la ventana empañada.

Noté cómo su respiración se aceleraba apenas perceptiblemente. Llevamos años juntos, pero la idea de volver a jugar con esos recuerdos nos excitaba como si fuera la primera vez. Eva mordió su labio y deslizó su mano por mi muslo bajo la mesa.

—Deberíamos revivirlo, ¿no crees?

No hizo falta más. Salimos del bar con prisa, con esa tensión eléctrica en el aire. Madrid nos ofrecía muchos lugares para perdernos, pero no queríamos un sitio cualquiera. Queríamos la experiencia, el riesgo, el morbo de saber que estábamos haciendo algo prohibido.

Conduje hasta la zona de los techados, un rincón oscuro y apartado donde las parejas solían buscar intimidad. Aparqué el coche en un lugar discreto y apenas apagué el motor, Eva ya estaba sobre mí, besándome con hambre. Su lengua se enredó con la mía, sus manos bajaron hasta mi pantalón, y mientras yo deslizaba la cremallera de su vestido, ella jadeó contra mi boca.

—Dime cómo lo hicimos la primera vez —susurró, con la voz temblorosa de deseo.

Mis dedos recorrieron su piel desnuda, deslizándose por su espalda.

—Te sentaste sobre mí, aquí mismo… y te moviste lento, como si quisieras saborearlo todo.

Ella sonrió y, con un movimiento rápido, subió a horcajadas sobre mí. Su ropa interior ya no estaba. Tomó mi erección con una mano y la guió hasta su sexo húmedo. Se hundió sobre mí con un gemido contenido, moviéndose con un ritmo lento y tortuoso, como lo habíamos hecho aquella primera vez.

El coche crujió levemente con cada embestida. Los cristales comenzaron a empañarse.

Entonces, noté un movimiento fuera del coche. Un destello de luz.

Eva se tensó por un segundo y giró la cabeza. Ahí estaban. Nos estaban mirando.

Sus ojos se abrieron, pero lejos de asustarse, su expresión se volvió aún más lasciva.

—Nos están viendo… —susurró contra mis labios.

Yo miré a través del cristal y vi la silueta de un hombre, apenas visible entre las sombras. No parecía moverse, solo nos observaba, como si estuviera hipnotizado por la escena.

—¿Quieres parar? —pregunté, con la voz ronca de deseo.

Eva me clavó las uñas en la espalda y comenzó a moverse más rápido.

—No… quiero que nos vean.

Mi corazón latió con fuerza mientras ella jadeaba contra mi oído, excitada no solo por el placer sino por el morbo de ser observada. Mis manos la sujetaron con fuerza, mis embestidas se hicieron más intensas. Afuera, el mirón no apartaba la vista.

Eva gemía más fuerte ahora, arqueando la espalda, completamente entregada al placer y a la adrenalina de la situación.

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