El aire en la habitación todavía olía a sexo y sudor, una mezcla embriagadora que me mantenía en un estado de excitación latente. Daniel y yo yacíamos en la cama, nuestras pieles aún calientes por el clímax reciente. Pero en su mirada, en la forma en que me recorría con esos ojos oscuros y profundos, supe que la noche no había terminado.

Me acomodé sobre la sábana, sintiendo su cuerpo aún pegado al mío. Su mano grande y firme descendió por mi espalda con una lentitud tortuosa, delineando la curva de mis caderas. Me estremecí bajo su contacto. No había experimentado antes el deseo de ser tomado, de entregarme de esa manera, pero la seguridad de su tacto, la suavidad con la que me acariciaba, me hicieron desearlo.

—¿Te gusta? —murmuró contra mi cuello, dejando un beso húmedo en mi piel.

Asentí, cerrando los ojos y perdiéndome en la sensación. Sus labios bajaron por mi espalda, dejando un rastro de calor mientras sus manos separaban mis muslos con ternura y decisión. El pudor que en algún momento hubiera sentido no existía en ese momento; solo quedaba el anhelo de explorar, de descubrir lo que mi cuerpo podía experimentar.

Su lengua descendió hasta la parte baja de mi espalda, provocando un escalofrío placentero. Me arqueé involuntariamente cuando sentí su boca más abajo, acariciando la piel de mis glúteos con besos y mordiscos suaves. Su lengua jugueteaba con mi ano y mi respiración se volvió más pesada.

—Relájate, Juan —susurró, con una seguridad tranquilizadora.

Su lengua siguió explorando, aventurándose más allá, provocando sensaciones nuevas e inesperadamente placenteras. Me estremecí, dejando escapar un gemido entrecortado. Me sentía vulnerable, expuesto, pero a la vez completamente sumergido en la excitación. Sus manos me sujetaban con firmeza, asegurándose de que me dejara llevar por completo.

Cuando introdujo un dedo lentamente, lo hizo con una delicadeza absoluta y en contra de todo lo que yo podía pensar sin ningún tipo de impedimento mi ano se abrió poco a poco. Mi cuerpo se tensó por un instante al notar su dedo entero dentro de mi culo, se detuvo dándome tiempo. Su otra mano masajeaba mi cadera, manteniéndome en un estado de relajación mientras su boca seguía trabajando en mi piel. Poco a poco, la tensión cedió, y la incomodidad inicial se transformó en una ola de placer que no esperaba.

—Dime si quieres que pare —susurró contra mi piel.

Negué con la cabeza. No quería que se detuviera. Quería sentirlo más, descubrir hasta dónde podía llegar con él. Y Daniel lo entendió sin necesidad de palabras, tomó nuevamente el lubricante y me lo puso en mi culo y en su mano, mi penen volvía a estar durísimo y creo que nunca había estado tan grande. El de Daniel era mucho más largo de lo que había visto en las duchas del gimnasio y me gustaba pensar que pronto estaría dentro de mí.

Añadió otro dedo, moviéndolos con cuidado, explorándome con paciencia. Mi respiración se volvió errática, mis manos se aferraban a las sábanas mientras el placer se intensificaba. Nunca antes había sentido algo así: una mezcla de vulnerabilidad y éxtasis que me quemaba por dentro.

—Eres increíble —murmuró contra mi piel, su voz ronca por el deseo.

Cuando finalmente retiró sus dedos, sentí un vacío momentáneo que me dejó anhelante. Me giré ligeramente para mirarlo. Su erección era evidente, su deseo palpable en la forma en que me observaba le pedí que me dejase ponerle el condón, no se me daba morbo ayudar a que me follase.

—Quiero que lo hagas —dije, sorprendiéndome con la seguridad en mi propia voz.

Daniel asintió. Se acomodó detrás de mí, besando mi hombro mientras sus manos se aseguraban de prepararme con cuidado. El frío del gel en mi piel contrastaba con el calor de su cuerpo, y cuando se alineó conmigo, sentí su punta presionando contra mi entrada.

—Respira hondo y relájate como antes—susurró.

Lo hice, y con una lentitud infinita, comenzó a entrar en mí. La sensación era extraña, una mezcla de tensión y placer que me dejó sin aliento. Me aferré a las sábanas, dejando que mi cuerpo se adaptara a él. Daniel se mantuvo quieto por unos segundos, dándome tiempo, besando mi espalda en un gesto tranquilizador.

—Estás tan apretado hacia mucho que no desvirgaba un culo —jadeó contra mi oído, y su voz envió un escalofrío a lo largo de mi columna.

Cuando comencé a relajarme, él se movió con más profundidad, encontrando un ritmo lento y constante que envió ondas de placer por mi cuerpo. El dolor inicial desapareció, reemplazado por una sensación intensa y nueva. Su mano descendió hasta mi erección, acariciándome en sincronía con sus embestidas. Gemí su nombre, sintiéndome completamente perdido en la sensación.

Daniel aumentó el ritmo gradualmente, cada movimiento provocando una ola de placer más intensa que la anterior. Su respiración era pesada, sus jadeos contra mi cuello encendían aún más mi deseo. No tardé en darme cuenta de que estaba al borde del clímax, el placer acumulándose en lo más profundo de mi ser con sus huevos chocando contra mi culo hizo que no pudiese retenerlo más:

—Voy a… —intenté decir, pero las palabras se ahogaron en un gemido.

Con un último movimiento profundo, me corrí con fuerza, mi cuerpo temblando bajo el peso del placer. Daniel no tardó en seguirme, gimiendo mi nombre mientras alcanzaba su propio clímax dentro de mí. Nos desplomamos sobre la cama, sudorosos y agotados, nuestras respiraciones entrecortadas llenando la habitación.

Permanecimos así, enredados el uno con el otro, hasta que nuestros cuerpos comenzaron a calmarse. Me giré para mirarlo y él sonrió.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

Sonreí, incapaz de expresar con palabras lo que esa noche había significado para mí. En lugar de responder, lo atraje hacia mí y lo besé, sellando la promesa de que esa no sería la última vez.

 

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