Soy una maricona, una de esas que caminan por la vida con la frente en alto y la pluma ondeando al viento. Es parte de mi encanto, lo admito: adoro ser el centro de atención, que los hombres guapos me miren, me sonrían, que me traten como la dama que en mi interior se siente reina. Y sí, soy pasivo, y no hay nada que disfrute más que entregarme al placer de un hombre que sabe lo que quiere.
No lo oculto, no podría aunque quisiera. Mis amigos lo saben, mi familia lo asumió con el tiempo, y cualquier desconocido que cruce una mirada conmigo lo intuye. Soy transparente, una pieza de cristal que brilla con cada rayo de luz que toca mi piel. Y me gusta ser así, porque vivir mi deseo con orgullo es la única forma en la que sé vivir.
Por supuesto, hay quienes no saben cómo reaccionar ante alguien tan abierto, y también están los que se sienten irremediablemente atraídos. Su mirada, esa chispa que me dice que soy un capricho, un sueño que les despierta algo inesperado, es lo que más me excita. Es un juego, uno que disfruto jugar. Aunque no puedo negar que mi verdadera debilidad siempre han sido los hombres que saben dominar, esos que me miran con deseo y me hacen temblar antes incluso de tocarme.
Natalia, mi mejor amiga, lo sabe todo de mí. Ella es preciosa, magnética, y compartimos esa complicidad de los que se entienden sin hablar. Me cuenta sus aventuras, sus enredos, y yo los míos. Somos una pareja de amigos que encaja como un puzzle: la tía buena y el marica de corazón abierto.
Un día me presentó a su hermano, un chico que parecía sacado de mis fantasías. Delgado, con ese aire juvenil que lo hacía irresistible, y unos ojos que parecían querer desnudarme con solo mirarme. Desde el primer instante, supe que estaba perdido. Me hacía hervir la sangre, y yo, como un náufrago, buscaba en su sonrisa alguna señal de que compartiera mi deseo.
Lo veía cada vez que podía, inventando excusas para acercarme a él. Natalia se daba cuenta, claro, y me miraba con una mezcla de diversión y complicidad. “Te gusta, ¿verdad?”, me decía con picardía, y yo no podía negarlo. Hasta que un día, ella me dio la oportunidad que tanto anhelaba.
Era una mañana calurosa cuando me planté en la puerta de su casa. Él me abrió, apenas cubierto por un pantalón de deporte que no dejaba nada a la imaginación. Mis ojos se deslizaron por su piel como si fueran dedos, y tuve que tragar saliva para mantener la compostura. “¿Está Natalia?”, pregunté, siguiendo el plan. “Ha salido”, respondió, invitándome a pasar.
Nos sentamos a charlar, pero yo apenas podía concentrarme. Su presencia era intoxicante, y el calor parecía intensificar cada detalle: el brillo de su piel, el leve movimiento de su pecho al respirar, la línea sugerente de su cuello. Pero lo que más me atrapaba era esa chispa en sus ojos, algo nuevo, algo que me hacía pensar que quizás, solo quizás, él también sentía curiosidad por lo que podíamos ser juntos.
Cuando nuestros labios se encontraron, fue como si el tiempo se detuviera. Al principio, el beso fue tímido, casi un roce, pero pronto la pasión nos envolvió. Sentí sus manos en mi espalda, explorándome con ansias, y yo no pude más que corresponder con la misma intensidad. “Me gustas”, le dije, entre jadeos. “Siempre me has gustado”.
Me llevó a su habitación, y allí, entre caricias y suspiros, nos descubrimos el uno al otro. Su cuerpo era un mapa que quería recorrer con mis labios, y él, guiado por el deseo, se entregaba a la experiencia con una mezcla de torpeza y entusiasmo que lo hacía aún más encantador. Cada movimiento suyo, cada gemido, era un regalo que atesoraba.
El resto de esa tarde quedó grabado en mi piel como un recuerdo ardiente, una confesión silenciosa de todo lo que deseábamos pero no sabíamos cómo pedir. Y cuando finalmente nuestras respiraciones se calmaron y nos quedamos abrazados en la cama, supe que algo había cambiado. No solo en él, sino también en mí. Porque en ese momento, no éramos dos personas buscando placer, sino dos almas que, al fin, se habían encontrado.