La noche comienza
Una semana después de aquel encuentro en el coche, decidimos salir los tres. Queríamos celebrar lo que habíamos encontrado, explorar lo que sentíamos, sin secretos ni vergüenza.
Nos vestimos para la ocasión.
Eva llevaba un vestido negro, corto, de tela ajustada y traslúcida en algunas partes, sin sujetador debajo. Sus pezones endurecidos se marcaban levemente contra la tela. María, en cambio, eligió un vestido rojo, con una abertura en la pierna que dejaba poco a la imaginación. Se veía irresistible.
Yo, como siempre, me mantuve neutral. Sabía cuál era mi lugar en esta nueva ecuación. Vestí una camisa blanca, unos vaqueros oscuros y zapatillas deportivas.
Cuando llegamos a la discoteca, las luces de neón y la música vibrante nos envolvieron de inmediato. La pista estaba abarrotada, y el ambiente era de pura lujuria y desenfreno.
María y Eva entraron de la mano.
Yo las seguí un paso atrás, disfrutando la imagen de sus cuerpos perfectos moviéndose entre la multitud.
Sabía que todos las estaban mirando.
Cuando llegamos a la barra, pedimos unas copas.
—¿Tienes claro lo que somos? —me preguntó María, con una sonrisa desafiante, mientras pasaba un brazo alrededor de la cintura de Eva y la atraía contra su cuerpo.
—Lo tengo claro —respondí con calma, observando cómo María le besaba el cuello a mi esposa.
Yo no formaba parte de su relación.
Eva era mi mujer.
Pero María era su amante.
Yo solo estaba ahí para ver, para disfrutar, para sentirme parte de algo que nunca sería completamente mío.
Y no me importaba.
El baile de la provocación
Después de un par de copas, ellas decidieron ir a la pista de baile. Yo preferí quedarme en la barra, observándolas de lejos.
Dios, qué espectáculo.
Eva y María se movían con una sensualidad natural, con la seguridad de dos mujeres que sabían exactamente lo que querían.
Se besaban sin vergüenza, con las lenguas enredadas, con sus manos recorriendo los cuerpos de la otra como si estuvieran en la intimidad de una habitación, no en medio de una discoteca repleta de desconocidos.
Era imposible que no llamaran la atención.
Uno a uno, los hombres empezaron a acercarse a ellas.
Podía ver cómo intentaban entrar en su círculo, cómo intentaban interrumpir su baile, cómo buscaban robarles aunque fuera un poco de esa electricidad que irradiaban.
Pero ellas los ignoraban.
No les dirigían ni una sola mirada.
Eva tenía sus dedos enredados en el cabello de María, sus labios besaban su clavícula mientras las manos de María se deslizaban por las caderas de mi esposa, subiendo hasta sus pechos con descaro.
Los chicos no existían para ellas.
Yo bebí mi copa lentamente, disfrutando del espectáculo, sabiendo que ninguno de esos hombres tendría la suerte de tocar lo que yo veía todas las noches en mi cama.
De regreso a casa
Cuando decidieron que ya era suficiente provocación por una noche, salimos de la discoteca y tomamos un taxi hasta casa de María.
Sabíamos perfectamente lo que ocurriría.
Desde el asiento trasero, vi cómo Eva y María se besaban durante todo el trayecto.
Sus lenguas danzaban, sus manos se deslizaban bajo la tela de sus vestidos, sus respiraciones se entrecortaban con cada caricia.
Para cuando llegamos a casa, ambas estaban desesperadas la una por la otra.
Cerramos la puerta y ni siquiera se molestaron en caminar hasta el dormitorio.
Eva empujó a María contra el sofá y la devoró.
Yo me senté en una silla cercana y las observé, mi erección palpitando contra mi ropa.
Eva bajó el vestido de María con una facilidad práctica, dejando sus pechos al descubierto.
Se inclinó y atrapó uno de sus pezones entre sus labios, succionándolo con un hambre voraz.
María arqueó la espalda, soltando un gemido ronco.
—Te amo… —susurró contra su cabello.
Eva no respondió.
Solo deslizó sus manos entre sus piernas y apartó la tela de su ropa interior.
Vi los dedos de mi esposa hundirse en su sexo húmedo, moviéndose con precisión, con urgencia.
María gemía sin pudor, con la cabeza echada hacia atrás, su cuerpo sometido por el placer que Eva le regalaba.
Pero entonces, algo cambió.
Por primera vez, María levantó la mirada hacia mí.
Por primera vez, me incluyó en su juego.
—Eva… —jadeó—. Déjale tocarme.
Eva se detuvo y la miró.
María la besó con ternura, con deseo.
—Déjale tenerme esta noche…
El corazón me latía en la garganta.
Eva me miró, y durante un instante, vi la duda en su rostro.
Pero entonces sonrió.
Se puso de pie, con el rostro encendido, y se sentó en la silla frente a nosotros.
Se abrió de piernas.
Metió la mano entre ellas.
—Hazlo —susurró, con los dedos jugando entre su propia humedad—. Quiero verte.
Mi polla casi explotó dentro de mis pantalones.
María me miró y sonrió.
Me tomó de la mano y me atrajo sobre ella, sus piernas rodeándome con urgencia.
Nos devoramos.
Mis manos recorrieron su cuerpo desnudo, mis labios trazaron un camino ardiente por su piel.
La penetré con un solo movimiento, hundiéndome en su cuerpo caliente y resbaladizo.
María gritó, aferrándose a mí con fuerza.
Y al mirar de reojo, vi a Eva masturbándose frente a nosotros.
Mi esposa estaba observando cómo otra mujer se corría con mi polla dentro.
Y nunca antes en mi vida me había sentido tan jodidamente excitado.