Las noches de Madrid siempre nos traían algo nuevo, una historia por escribir, un recuerdo que quedaría tatuado en nuestra piel. Y aquella noche no fue la excepción.

Eva y yo habíamos salido a cenar como tantas otras veces, disfrutando de nuestra complicidad, del deseo latente entre nosotros. Sabíamos que la noche nos tenía preparada alguna sorpresa, aunque no imaginábamos hasta qué punto.

Después de la cena, nos dirigimos a un bar de luces tenues y música suave. Nos gustaba ese lugar porque la atmósfera era íntima, casi clandestina. Nos sentamos en la barra y pedimos un par de copas, cuando una voz conocida nos sorprendió.

—¡Eva! ¡Javi! —María apareció frente a nosotros con una sonrisa radiante.

María era una de las amigas más cercanas de Eva, una mujer de curvas generosas, piel dorada y una mirada llena de picardía. Siempre nos habíamos llevado bien, y aunque nunca había habido nada más entre nosotros, aquella noche las cosas tomaron un rumbo diferente.

Nos abrazamos y comenzamos a charlar. Pronto, la conversación fluyó hacia terrenos más peligrosos.

—¿Y qué es lo más salvaje que habéis hecho últimamente? —preguntó María con una sonrisa traviesa, jugando con la pajita de su cóctel.

Eva y yo nos miramos. Yo le di una leve señal con la cabeza, y ella, sin dudarlo, se inclinó hacia su amiga y le susurró la historia de nuestra última aventura.

Le contó cómo, en aquella misma zona de Madrid, habíamos hecho el amor dentro del coche, sabiendo que un desconocido nos observaba desde las sombras. Cómo el morbo de ser vistos nos había encendido más de lo que jamás imaginamos.

María escuchó cada palabra con los labios entreabiertos y los ojos brillantes.

—Dios… —murmuró, mordiéndose el labio inferior—. Qué excitante.

Miró a Eva con una mezcla de deseo y desafío.

—Yo quiero probarlo.

Eva sonrió, mirándola fijamente.

—¿Quieres que te vean mientras juegas con nosotros?

—Sí. —La voz de María fue apenas un susurro, pero estaba cargada de deseo.

Yo observé a ambas mujeres, sintiendo cómo la temperatura subía entre nosotros.

—Javi… —Eva me miró, con esa expresión que sabía que no podía resistirme—. ¿Te gustaría vernos jugar?

Mi polla se endureció instantáneamente.

—Sí.

No hubo más que decir. Pagamos la cuenta y salimos del bar con la piel ardiendo.

En la zona de los techados

El coche estaba aparcado en un rincón discreto, rodeado de sombras y el silencio de la noche madrileña.

María y Eva estaban sentadas en el asiento trasero, mientras yo me acomodaba en el del conductor. Desde allí tenía la mejor vista de todo lo que ocurriría.

—Nunca he hecho algo así… —susurró María, con las mejillas sonrojadas.

Eva sonrió y se acercó a ella.

—Solo déjate llevar…

Y la besó.

El primer contacto entre sus labios fue lento, exploratorio. Pero en cuestión de segundos, la pasión estalló entre ellas.

María gimió contra su boca cuando las manos de Eva se deslizaron por su cuerpo, acariciando sus pechos a través de la tela fina de su vestido.

Yo observaba, completamente inmóvil, mi erección pulsando contra mis pantalones.

Eva no perdió tiempo. Sus dedos desabrocharon los botones del vestido de María y lo deslizó por sus hombros, dejando su piel desnuda bajo la luz tenue del coche.

—Eres preciosa… —susurró Eva, antes de inclinarse para atrapar uno de sus pezones entre sus labios.

María arqueó la espalda, jadeando de placer cuando la lengua de mi esposa recorrió sus pechos, succionando con avidez.

Mis manos se cerraron en puños sobre el volante.

El ambiente dentro del coche era sofocante, cargado de lujuria y deseo.

Entonces, noté algo afuera.

Dos siluetas se movían en la oscuridad, cerca de nosotros.

No estábamos solos.

Dos mirones se habían acercado, atraídos por el espectáculo que se desarrollaba dentro del vehículo.

Mi corazón latió con fuerza cuando vi cómo se detenían junto a los cristales, apenas visibles en la penumbra.

Eva lo notó también.

Y en lugar de detenerse, se encendió aún más.

—Nos están viendo… —susurró contra la piel de María, antes de bajar su boca hasta su vientre.

María gimió.

Yo no podía apartar la vista.

Eva deslizó sus manos entre las piernas de su amiga, separándolas con suavidad.

María estaba completamente expuesta, su sexo húmedo palpitante bajo la mirada de los desconocidos que nos observaban desde afuera.

—Dime si quieres que pare… —susurró Eva.

—No pares. —La voz de María era apenas un susurro, temblorosa de deseo.

Eva no lo hizo.

Se inclinó entre sus muslos y deslizó su lengua por su centro ardiente.

María jadeó, aferrándose a los asientos con fuerza.

Los mirones no apartaban la vista.

Yo tampoco.

Mi esposa estaba devorando a nuestra amiga con una pasión desbordante, su lengua moviéndose con maestría sobre su clítoris, sus dedos deslizándose dentro de ella con precisión.

María temblaba, su cuerpo entregándose completamente al placer.

Mis ojos iban de los mirones a ellas, mi respiración cada vez más acelerada.

Eva la follaba con su boca, con sus dedos, con cada movimiento de su lengua, haciéndola gemir cada vez más fuerte.

Hasta que finalmente, con un grito ahogado, María se estremeció en un orgasmo fulminante.

Su cuerpo se arqueó, sus manos se aferraron al cabello de Eva, sus piernas temblaron.

Los mirones jadeaban al otro lado del cristal.

Yo no podía más.

Abrí la bragueta de mi pantalón y me liberé, masturbándome con lentitud mientras observaba a mi esposa besar los muslos de María, lamer los rastros de su placer con una sonrisa satisfecha.

Ella levantó la mirada y me encontró con los ojos encendidos.

María, todavía jadeante, también me miró.

Y entonces supe que esto no había terminado.

No todavía.

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