El bar del hotel estaba tenuemente iluminado, con un ambiente sofisticado y música suave de fondo. Ella, una mujer de 35 años, de figura esbelta y bien cuidada, vestía un vestido negro ceñido que resaltaba sus curvas. Su cabello suelto caía sobre sus hombros, y sus labios rojos se curvaban en una sonrisa coqueta mientras jugaba con su copa de vino.
Yo, un hombre de la misma edad, atlético y de porte seguro, me acerqué a la barra con paso decidido. Mi camisa blanca, ligeramente desabrochada en el cuello, revelaba un atisbo de mi trabajado pecho. La miré con interés, y en pocos minutos, iniciamos una conversación cargada de insinuaciones y deseo.
Entre sonrisas y roces sutiles, el calor entre nosotros aumentó. Ella pasó la lengua por sus labios, yo incliné mi rostro hasta que nuestras bocas se encontraron. El beso fue lento, explorador, con una promesa implícita de lo que vendría después. Nos apartamos solo lo suficiente para mirarnos a los ojos, y sin necesidad de palabras, supimos que la noche aún no terminaba.
Tomamos el ascensor hasta su habitación. Apenas la puerta se cerró, nuestros cuerpos se encontraron con ansias desbordadas. Deslicé mis manos por su espalda, desabrochando su vestido con destreza. Mis labios recorrieron su cuello, bajando por sus clavículas mientras ella gemía suavemente. Sus pechos quedaron expuestos y sus pezones se endurecieron ante el contacto de mis manos firmes.
Ella desabrochó mi cinturón y bajó mi pantalón, encontrando mi erección dura y palpitante bajo la tela de mi ropa interior. Con una sonrisa traviesa, se arrodilló y me tomó entre sus labios, succionando con una mezcla de ternura y voracidad. Incliné la cabeza hacia atrás, disfrutando de la sensación de su lengua recorriendo mi longitud.
La levanté con facilidad y la llevé hasta la cama. Me hundí entre sus piernas, lamiendo y succionando su sexo empapado con devoción. Ella arqueó la espalda, hundiendo las manos en mi cabello mientras mi lengua jugaba con su clítoris. Cuando ya no pudo soportarlo más, me posicioné sobre ella, entrando en su interior con una embestida firme y deliciosa.
El vaivén de nuestros cuerpos llenó la habitación con jadeos y gemidos. Nos movimos al ritmo del deseo, cambiando de posiciones, explorándonos sin reservas. La tomé por la cintura y la puse sobre mí, dejándola cabalgarme con movimientos ondulantes y profundos.
Después de llegar al clímax juntos, nos tomamos un momento para recuperar el aliento. Luego, la tomé de la mano y la llevé al jacuzzi. El agua caliente envolvió nuestros cuerpos, y pronto la pasión resurgió. La tomé por la cadera, penetrándola lentamente bajo el agua mientras ella gemía contra mi boca. Nos aferramos el uno al otro, disfrutando del éxtasis compartido hasta la última oleada de placer.
Finalmente, exhaustos pero satisfechos, nos recostamos en la cama, nuestros cuerpos aún entrelazados. La noche había sido intensa, pero la promesa de un nuevo encuentro flotaba en el aire.