El sol ardía sobre la arena dorada de la playa, y la brisa cálida que venía del mar me envolvía con su caricia salada. Me recosté sobre la toalla, sintiendo el calor bajo mi piel. Llevaba puesto mi bikini más pequeño, uno que Carlos siempre me decía que apenas cubría nada, pero a mí me gustaba cómo resaltaba mis curvas. Mis pezones, duros por la excitación y el leve frescor de la brisa marina, apenas se contenían tras el escueto top.

Carlos estaba a mi lado, leyendo algo en el móvil, y pude notar cómo desviaba la mirada de vez en cuando hacia mi cuerpo, aunque lo hacía con cierto recelo. Siempre había sido más reservado, más discreto en lo que respectaba a mi forma de vestirme en público. Pero estábamos en Valencia, lejos de casa, lejos de miradas conocidas. Era el momento de disfrutar.

Deslicé los dedos por mi vientre, acariciando mi piel caliente, y entonces tomé una decisión. Sin decir nada, solté el nudo de mi parte superior del bikini y la dejé caer a un lado. Sentí la libertad recorrerme, el aire templado recorrer mis pechos desnudos, endureciendo aún más mis pezones. Cerré los ojos y sonreí.

—¿Pero qué haces? —escuché la voz de Carlos, más molesto que sorprendido.

Abrí los ojos lentamente y lo miré con picardía.

—Disfrutar de la playa. Nadie nos conoce aquí —respondí con una sonrisa traviesa.

Carlos suspiró, pasó la mano por su nuca y desvió la mirada. Se notaba incómodo, pero no dijo nada más. Yo, en cambio, me sentí libre, poderosa. Noté algunas miradas alrededor, hombres y mujeres, apreciando mi cuerpo sin disimulo. Sentí cómo mi sexo palpitaba, una humedad creciente en mi entrepierna, apenas contenida por la delgada tela de mi tanga.

Carlos se levantó de golpe.

—Voy a dar un paseo —anunció con voz tensa antes de marcharse por la orilla.

Lo vi alejarse, y entonces me recosté de nuevo, separando ligeramente las piernas, dejando que el aire besara mi piel cada vez más caliente. La emoción de ser observada, de exponer mi cuerpo sin pudor, me encendía de una manera que no había experimentado en mucho tiempo.

Cuando Carlos regresó, noté su mirada clavarse en mí. Supe en ese instante que me había descubierto. Me había movido apenas unos centímetros, lo suficiente para que la delgada tela de mi tanga se apartara a un lado, revelando mi sexo completamente depilado, brillante por mi propia excitación. Me giré lentamente hacia él, viendo la tensión en su mandíbula, el fuego en sus ojos.

—¿Pero qué demonios haces? —espetó en un susurro furioso.

Le sonreí con inocencia fingida, encogiéndome de hombros.

—Nadie nos conoce, cariño.

El camino de regreso al hotel fue un torrente de reproches de su parte, pero yo apenas podía contener mi excitación. En el coche, mientras él hablaba, yo solo pensaba en lo que sucedería cuando llegáramos a la habitación. Mi cuerpo ardía, mis pezones seguían erectos, y mi clítoris latía con cada palabra que salía de su boca. Sabía que, aunque protestara, él también estaba excitado.

Al llegar al hotel, lo empujé hacia la cama, mi risa traviesa resonando en la habitación. Bajé su pantalón con urgencia y confirmé lo que sospechaba: su pene estaba cubierto de líquido preseminal, duro y listo para mí. Me relamí los labios antes de descender sobre él, ansiosa por demostrarle cuánto me había encendido aquel día en la playa.

Cuando finalmente nos derrumbamos sobre la cama, satisfechos y sudorosos, me giré hacia él y le susurré al oído:

—Mañana iremos a otra playa, cariño. Y esta vez, voy a enseñarte lo que significa realmente exhibirse.

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