Nunca he sido de los que piensan demasiado las cosas antes de hacerlas. Con Jenny era igual. La conocí, me volví loco por ella y en menos de dos años ya nos habíamos casado. No porque fuera un capricho, sino porque lo nuestro tenía fuego, intensidad, de esa que hace que quieras estar pegado a una persona día y noche. Y claro, el sexo no se quedaba atrás. Pero en eso sí éramos más clásicos. Mucha pasión, muchas ganas, pero nada de juguetes, ni de probar cosas nuevas, hasta que un día me decidí a cambiar eso.
La idea me vino una noche en la que estábamos tumbados en la cama, ella con su camisón fino, de esos que me vuelven loco porque apenas esconden nada. Me miraba con esa cara de traviesa que ponía cuando quería algo, y yo, como siempre, estaba dispuesto a dárselo. Pero mientras lo hacíamos, mientras sentía su cuerpo moverse contra el mío, se me cruzó un pensamiento: ¿Y si probamos algo distinto? ¿Y si la sorprendo?
No se lo dije. Preferí guardármelo y prepararlo bien. No quería que lo rechazara antes de intentarlo. Así que, al día siguiente, me fui a una tienda y me llevé un par de cosas. Nada exagerado, solo lo suficiente para encender un poco más la chispa.
Esa noche, cuando llegó del trabajo, la esperé en la habitación. Había puesto velas, música suave, y sobre la cama, una caja envuelta en papel rojo. Ella me miró con curiosidad, pero también con un poco de desconfianza. “¿Qué es esto, David?”, preguntó con una sonrisa mientras se sentaba a mi lado.
“Ábrelo”, le dije, sin apartar la vista de sus ojos.
Lo hizo despacio, quitando el lazo y desplegando el papel con cuidado, como si fuera un regalo de Navidad. Cuando vio lo que había dentro, levantó la mirada y vi la mezcla de sorpresa y nervios en sus ojos.
“¿Es en serio?”.
“Completamente”.
Sacó el primer objeto, un pequeño vibrador de silicona suave. Lo sostuvo en sus manos, examinándolo como si fuera un artefacto extraño. “No sé si…”.
“No tienes que hacer nada que no quieras”, la interrumpí. “Solo quiero que lo probemos juntos. Para ver qué pasa”.
Jenny se mordió el labio, un gesto que conocía bien. Significaba que estaba pensando en algo que le daba tanto curiosidad como miedo. Yo sabía que no se lo esperaba, pero también sabía que confiaba en mí. Y cuando la vi asentir lentamente, supe que habíamos cruzado un límite nuevo.
Esa noche fue diferente. La vi de otra manera. Al principio, con algo de timidez, pero poco a poco dejándose llevar. Cuando la sentí estremecerse con el nuevo juguete, cuando vi cómo su cuerpo reaccionaba, entendí que habíamos abierto una puerta que ya no íbamos a cerrar.
Desde ese día, el sexo cambió. No en la intensidad, porque esa siempre había estado ahí, pero sí en la forma en la que nos entregábamos el uno al otro. Descubrimos cosas nuevas, sensaciones distintas, y sobre todo, descubrí a una Jenny que nunca había visto antes: más atrevida, más abierta, más hambrienta, y todavía quedaba por abrir la segunda parte del regalo… eso lo dejo para el siguiente relato.