Mi historia con Juanjo comenzó en la oficina, en el lugar donde las miradas furtivas se mezclan con el sonido de los teclados y las tazas de café a medio consumir. No era un hombre cualquiera. Había algo en su forma de moverse, en la confianza de su voz, que me llamaba la atención. Lo deseaba, pero también lo temía. No porque él me intimidara, sino porque sabía lo que yo quería y no estaba segura de si él podría aceptarlo.

Siempre he sabido lo que me gusta. Me gusta el control. No solo en la vida, sino en la cama. Me excita ver a un hombre ceder ante mí, someterse a mis deseos, rendirse a mi voluntad. Y Juanjo… él parecía el tipo de hombre que no se deja someter fácilmente. Por eso, al principio, me limité a observarlo, a analizar cada gesto, cada palabra, buscando indicios de que pudiera aceptar mi verdadera naturaleza.

Nuestros encuentros en la oficina eran casuales al principio: un roce accidental, una sonrisa sostenida un segundo más de lo necesario, charlas triviales que a veces rozaban lo personal. Y luego estaban sus ojos. Ojos oscuros y profundos que me hacían preguntarme si, en el fondo, él también jugaba su propio juego de observación.

Las noches en mi habitación se volvieron un ritual. Me tumbaba en la cama, las luces apenas iluminando mi reflejo en el espejo del armario, y repasaba nuestras conversaciones. Su risa grave, la manera en que se mojaba los labios cuando pensaba, cómo su mirada se detenía en mi boca cuando hablábamos. Imaginaba lo que sería tenerlo rendido a mis pies, desarmado, entregado por completo a mis deseos.

Mis manos recorrían mi cuerpo, deslizándose entre mis muslos mientras susurraba su nombre en mi mente. En esos momentos, lo hacía mío. Dictaba el ritmo, marcaba el compás de mi propio placer, sintiendo en cada gemido la fantasía de poseerlo como quería. Me mordía el labio, conteniendo los suspiros, temiendo que las paredes fueran demasiado delgadas y que mis vecinos escucharan mi confesión nocturna en forma de jadeos.

Pero al amanecer, la realidad me golpeaba de nuevo. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si, al revelarle lo que realmente me excitaba, él se alejaba? No estaba dispuesta a perder el deseo que encendía en mí, pero tampoco quería arriesgarme a ver su mirada cambiar. Así que decidí jugar con cautela, provocarlo poco a poco, tantear sus límites sin mostrar mis cartas demasiado pronto.

Y así comenzó el juego. Un roce de más en la oficina, una palabra con doble sentido, una mirada que se sostenía con más intención de la necesaria. Juanjo respondía, de eso no había duda. Pero, ¿hasta dónde estaba dispuesto a llegar? Aún no lo sabía. Lo único que tenía claro era que, por primera vez en mucho tiempo, alguien me hacía perder el control que tanto me gustaba tener. Y eso, lejos de asustarme, solo me excitaba más.

 

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