La habitación estaba iluminada solo por la tenue luz de unas velas. El aroma a cuero y perfume inundaba el aire, cargado de anticipación. Él, de rodillas en el suelo, con el torso desnudo y los brazos detrás de la espalda, esperaba su siguiente orden. Ella, una mujer de mirada intensa y porte imponente, se paseaba a su alrededor, vestida con un corsé negro ajustado y botas altas que resonaban en el suelo de madera con cada paso que daba.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó con una voz suave, pero firme.

—Para complacerte, Señora —respondió él, con la cabeza gacha.

Una sonrisa se dibujó en sus labios. Con un solo dedo, levantó su barbilla, obligándolo a mirarla a los ojos. Sus pupilas reflejaban una mezcla de sumisión y deseo. Ella disfrutaba de ese poder sobre él, de su entrega total. Tomó un collar de cuero con una argolla en el centro y lo ajustó alrededor de su cuello.

—Eres mío esta noche —susurró al oído antes de darle un leve tirón de la correa, haciendo que se estremeciera.

Se apartó y tomó una fusta del mueble cercano. Pasó la punta suavemente por su pecho, descendiendo por su abdomen, jugando con sus nervios. Luego, sin previo aviso, lo golpeó con un chasquido firme, arrancándole un gemido ahogado.

—Más fuerte, Señora —pidió él, entre jadeos.

—Paciencia —respondió con una sonrisa perversa.

Lo hizo ponerse en cuatro sobre la cama, con la cabeza apoyada en las sábanas. Acarició su piel con lentitud, recorriendo cada músculo de su espalda antes de marcarlo nuevamente con la fusta. Su piel ardía bajo su toque, pero no había en él más que placer.

Deslizó sus manos hasta la parte baja de su cuerpo y sintió su excitación. Él estaba completamente entregado a su voluntad, esperando que ella decidiera cómo usarlo. Se inclinó sobre él, besando la piel enrojecida de su espalda, susurrándole qué le haría a continuación.

Se despojó de su ropa interior lentamente, sabiendo que él solo podía escucharla y desesperarse por verla. Se acomodó sobre él, acariciando su erección con la suavidad de su mano antes de tomar el control definitivo de su placer. La sensación de tenerlo completamente bajo su mando, de ver cómo se rendía a sus deseos, la encendía aún más.

Se movió con maestría, controlando el ritmo, permitiendo que él se perdiera en la intensidad de la situación. Con cada movimiento, cada jadeo, lo llevaba al borde, deteniéndose cuando lo veía demasiado cerca, prolongando su agonía deliciosa. Solo cuando consideró que había aprendido su lección, le concedió el permiso de explotar en un clímax devastador.

Se recostó a su lado, acariciándole el cabello, permitiéndole recuperar el aliento. Él, exhausto y satisfecho, la miró con devoción. Sabía que esto era solo el comienzo.

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