Siempre supe que había algo en Nando que lo hacía diferente. No porque fuera distante o porque su amor por mí se sintiera menos intenso, sino porque había una chispa en su mirada cuando hablaba de ciertos hombres. Una curiosidad contenida, una fascinación que no se atrevía a verbalizar.
Lo notaba en la forma en que observaba a algunos amigos cuando pensaba que yo no miraba, en cómo se le iluminaban los ojos cuando hablábamos de sensualidad en términos más abiertos. Pero fue una noche, después de unas copas de vino y una charla honesta, cuando todo quedó claro.
—A veces pienso en ellos, María —me dijo, con voz entrecortada—. No de cualquier manera… sino de una forma que me confunde y me excita al mismo tiempo.
Sentí mi vientre revolverse de deseo y curiosidad. No de miedo, no de inseguridad, sino de un placer inesperado ante su confesión. Me acerqué a él, rozando mis labios con los suyos, y sonreí.
—Dímelo todo, amor. No quiero que guardes nada.
Esa noche, mientras yacíamos desnudos en nuestra cama, lo incité a hablar. Lo alenté a describir qué le atraía de los hombres, qué fantasías secretas se habían albergado en su mente sin que jamás se atreviera a decirlas en voz alta. Y mientras lo hacía, mientras su respiración se volvía más pesada y su piel se erizaba con cada palabra, supe que esto era algo que quería explorar con él.
Los días pasaron con aquella conversación latiendo en nuestras mentes como un eco persistente. Fue en una fiesta, entre amigos, cuando vi cómo su mirada se detenía en Daniel, un viejo compañero de la universidad. Daniel era alto, de sonrisa encantadora y una confianza que irradiaba deseo sin esfuerzo. Noté cómo Nando desviaba la vista cuando sus ojos se cruzaban, y supe que el momento había llegado.
—¿Te gusta? —le susurré al oído, deslizando mis dedos por su brazo.
Nando tragó saliva, con el rubor encendiendo sus mejillas. No respondió de inmediato, pero sus ojos lo hicieron por él. Me incliné más cerca, besando su mandíbula con lentitud.
—Si quisieras, podríamos ver qué pasa —le susurré—. Me gustaría verte descubrirlo.
Nando no respondió con palabras, pero sus dedos se aferraron a mi cintura con fuerza. Y en ese instante, supe que acabábamos de cruzar una puerta que no tenía retorno.
La oportunidad llegó más rápido de lo que imaginamos. Daniel parecía leer el ambiente entre nosotros, como si captara la tensión que envolvía a Nando. Cuando la fiesta llegó a su punto más álgido, sugerí con una sonrisa cómplice que volviéramos a casa. Daniel nos miró con curiosidad, y sin necesidad de muchas palabras, lo invité a acompañarnos.
El trayecto de vuelta fue un hervidero de nervios y expectativas. Nando estaba tenso, su respiración más pesada de lo normal. Yo le tomé la mano con suavidad y le susurré:
—Solo haz lo que sientas, lo que desees. No hay presión.
Al llegar, nos acomodamos en la sala con unas copas de vino, el ambiente eléctrico entre nosotros. Daniel tomó la iniciativa, acercándose a Nando con una sonrisa serena.
—Si quieres que me detenga, solo dilo —susurró, y deslizó sus dedos por el brazo de mi esposo.
Yo observaba, sintiendo una mezcla de excitación y ternura. Nando cerró los ojos cuando Daniel acercó sus labios a los suyos. Fue un beso lento, explorador, lleno de curiosidad. Yo los observé, con el pulso acelerado, viendo cómo mi marido se entregaba poco a poco a su propio deseo.
El contacto se volvió más intenso, las manos recorriendo cuerpos con una mezcla de nervios y ansias. Yo no me quedé atrás; me acerqué, mis manos recorrieron el torso de Nando, alentándolo, susurrándole lo increíble que era verlo así. Pronto, la ropa quedó en el suelo, y la piel desnuda se convirtió en la única barrera entre ellos.
El placer fue progresivo, cada toque, cada caricia desbordaba algo nuevo en Nando. Cuando Daniel lo tomó entre sus manos, su respiración se cortó. Su deseo era evidente, su entrega total. Yo no aparté la vista ni un segundo, siendo testigo del momento en que Nando descubría algo dentro de sí que nunca antes había permitido explorar.
Y cuando finalmente se entregó por completo a Daniel, supe que algo en nosotros había cambiado para siempre.