Juan había desarrollado una rutina nocturna inquebrantable. Cerraba la puerta de su despacho, encendía su ordenador y navegaba por sus páginas favoritas de webcams amateur. Le excitaba la idea de ver a mujeres y parejas reales, sin guiones, entregadas a sus fantasías más ocultas frente a una cámara. Se conectaba, buscaba sus modelos preferidas y disfrutaba del espectáculo, dejando propinas cuando alguna lograba enardecerlo más de la cuenta.
Una noche, en medio de su habitual navegación, encontró una nueva transmisión en directo con un título sugerente. Al hacer clic, su sangre se heló. La mujer que aparecía en la pantalla, moviéndose con sensualidad y desparpajo, no era una desconocida. Era Andrea, su esposa.
El impacto lo dejó paralizado. Su primera reacción fue de incredulidad y enojo. ¿Cómo podía ella hacer algo así sin decirle nada? Sintió celos, rabia y una punzada de traición. Pero conforme pasaron los minutos, su mirada fue desviándose hacia la cifra de propinas que se acumulaban en la pantalla. Andrea estaba ganando mucho dinero. Y lo estaba disfrutando.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones encontradas. Juan no dejó de visitar la página, observándola en cada una de sus emisiones sin que ella supiera que él estaba al otro lado. Incluso le escribió en el chat bajo un alias anónimo, dejándole comentarios sugerentes, participando en el morbo de verla entregarse a la cámara.
Finalmente, una noche decidió confesarlo. Esperó a que Andrea terminara una de sus transmisiones y, cuando se desmaquillaba frente al espejo, le dijo con voz calmada:
—Te he visto.
Andrea se giró con el rostro pálido.
—¿Qué… qué dices?
—Te he visto en la página. Te he escrito varias veces. Y me ha gustado. Mucho.
Su esposa se quedó en silencio, escaneando su rostro en busca de enojo, pero no lo encontró. En su lugar, vio deseo, aceptación y una chispa de excitación que no esperaba. Sonrió, sintiéndose liberada.
—¿De verdad te ha gustado? —preguntó con una mezcla de timidez y atrevimiento.
—Sí. Y quiero que sigas haciéndolo. Quiero verte esta noche… pero sentado a tu lado.
Andrea lo miró con los ojos encendidos por una nueva emoción. Sin decir nada, preparó la habitación, encendió las luces y se sentó frente a la cámara. Juan se acomodó en la silla junto a ella, sintiendo la adrenalina recorrerle el cuerpo.
Cuando la transmisión comenzó, los espectadores se conectaron al instante. Los mensajes empezaron a inundar el chat con peticiones. Andrea los leía con una sonrisa traviesa y los cumplía uno a uno.
—”Muéstranos cómo te tocas lento, disfrutando cada segundo”— leyó en voz alta. Miró a Juan de reojo y llevó una mano entre sus muslos, separando las piernas con sensualidad. Sus dedos recorrieron su sexo, deslizándose entre sus pliegues con movimientos lentos y provocadores. Sus gemidos llenaron la habitación, mientras Juan la observaba, sintiendo cómo su propia excitación crecía de forma incontenible.
—”Ahora juega con tu lengua, haznos imaginar que estamos ahí contigo”— otro mensaje apareció en la pantalla. Andrea se inclinó hacia la cámara, sacando su lengua y humedeciéndola con su propia saliva antes de deslizarla por sus propios pezones endurecidos. Cerró los ojos y gimió, provocando una avalancha de propinas de los espectadores que adoraban cada movimiento suyo.
—”Queremos verte usar un juguete, que Juan te lo ponga y te penetre con él”— leyó la última petición en voz alta. Miró a su esposo, esperando su reacción. Él no dudó. Tomó el vibrador que estaba sobre la mesa y lo deslizó lentamente entre sus labios húmedos, sintiendo el calor y la suavidad de su piel temblorosa bajo su tacto.
Andrea se arqueó, entregándose por completo a la experiencia, sabiendo que ahora no solo estaba exhibiéndose para los espectadores, sino también para su propio marido.
Esa noche, cruzaron un umbral que jamás imaginaron. Y ninguno de los dos quiso volver atrás.