La cena transcurría entre risas y copas de vino. María y yo nos sentíamos cómodos con Jesús y Sara, nuestros amigos íntimos desde hacía años. Aquella noche, la conversación fluyó con naturalidad, hasta que los temas se volvieron más personales, más íntimos. Fue en ese momento cuando María, con una chispa de picardía en sus ojos, decidió compartir con Sara la experiencia que habíamos vivido días atrás.

—No sabes lo que pasó la otra noche… —dijo María, bajando ligeramente la voz, como si estuviera confesando un secreto prohibido.

Sara se inclinó hacia adelante, intrigada. Sus ojos brillaban con curiosidad mientras escuchaba cada palabra de María. Cuando entendió de qué iba la historia, sus labios se entreabrieron y sus mejillas se encendieron. Pero lo que más me llamó la atención fue la forma en que su cuerpo reaccionó: sus pezones se endurecieron bajo la tela ajustada de su vestido. Se mordió el labio, claramente excitada por la confesión.

—Dios, María… eso es increíble. No sé si podría hacerlo, pero… solo de imaginarlo… —murmuró, con la voz temblorosa.

María sonrió y apoyó su mano sobre la de Sara, en un gesto de complicidad femenina.

—Te excita, ¿verdad? Lo noto en tu mirada, en cómo te has mordido el labio… —susurró María, con una sonrisa juguetona.

Sara asintió sin decir nada, sus ojos fijos en los de mi mujer. El ambiente se cargó de electricidad entre ellas, pero la conversación se vio interrumpida por Jesús, que les preguntó de qué hablaban con tanta confidencialidad. Con un leve suspiro y una mirada pícara, Sara decidió contarle todo mientras caminábamos hacia el local de moda donde terminaríamos la noche.

En el trayecto, la expresión de Jesús cambió. Primero fue sorpresa, luego una sonrisa curiosa se dibujó en su rostro. Miró a Sara con una mezcla de admiración y picardía.

—¿Y qué piensas? —le preguntó Sara a su esposo, con un leve rubor en sus mejillas.

—Que es algo atrevido… pero también muy excitante —admitió Jesús, con una media sonrisa.

Cuando llegamos al bar, nos instalamos en un rincón más apartado, donde las luces tenues y la música de fondo creaban el ambiente perfecto para hablar sin reservas. La conversación retomó su rumbo y, sin darnos cuenta, nos encontramos los cuatro compartiendo pensamientos, deseos ocultos y fantasías. Jesús y Sara admitieron que la idea les daba morbo, pero no sabían si serían capaces de dar ese paso.

—Siempre hemos tenido curiosidad —confesó Sara—. Pero nunca nos hemos atrevido a hacerlo realidad.

Luis tomó un sorbo de su copa y los miró con serenidad antes de hablar.

—Podríamos ir a nuestra casa —propuso—. No hay presión, solo veamos qué pasa.

Jesús y Sara intercambiaron una mirada. Se notaba que la idea los tentaba, que la conversación había encendido algo en ellos. Finalmente, fue Sara quien tomó la decisión.

—Está bien —dijo con una leve sonrisa—, pero solo con nuestras parejas.

Antes de salir del bar, observé con más detenimiento a Sara y Jesús. Eran una pareja envidiable en cuanto a físico y energía. Sara, a sus 35 años, tenía un cuerpo firme y esculpido por el ejercicio. Sus piernas eran largas y torneadas, su vientre plano y sus caderas bien definidas. Su piel tenía un brillo saludable y su escote dejaba ver unos senos firmes que, en aquel momento, se notaban más marcados por la excitación. Sus ojos oscuros reflejaban una mezcla de nerviosismo y deseo.

Jesús, por otro lado, tenía una complexión atlética, con brazos y torso bien definidos por años de gimnasio. Sus manos grandes y fuertes daban la impresión de seguridad y dominio. Su mandíbula marcada y su barba bien recortada le daban un aire varonil, y su expresión en ese momento mostraba una mezcla de expectación y deseo contenido.

La tensión en el aire era palpable mientras nos dirigíamos a nuestra casa. Todos sabíamos que algo estaba por suceder, pero ninguno estaba seguro de hasta dónde llegaríamos esa noche.

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