Cuando llegué a trabajar a esa empresa, no tardé en darme cuenta de que el jefe, ese hombre imponente y reservado, había reparado en mí. Había algo en su forma de estar: su postura erguida, sus miradas furtivas que se desviaban apenas un segundo demasiado tarde. Al principio, su presencia me intimidaba. Entrar a su oficina era un desafío que siempre me tensaba, pero con el tiempo aprendí a interpretar esos pequeños gestos que delataban lo que no decía. Un ligero temblor en sus manos cuando me entregaba documentos, la forma en que sus ojos evitaban los míos… y, al darme la vuelta, cómo quedaban fijos en mi silueta reflejada en el cristal.
Un día, cuando el edificio comenzaba a vaciarse y el murmullo del trabajo cedía al silencio, me pidió que me quedara hasta tarde para preparar unos reportes. Asentí sin pensarlo demasiado y, tras informar a casa, subí mi laptop a su despacho. Allí, bajo la luz tenue que proyectaban las lámparas, el ambiente parecía cambiar. Había algo más en el aire que la simple formalidad laboral. Sus ojos, antes esquivos, ahora buscaban los míos con una intensidad que me estremecía.
De repente, su voz rompió el silencio con una pregunta que no esperaba:
—¿Te consideras una mujer dominante?
Mi respiración se detuvo un instante. Una sonrisa, apenas un reflejo en mis labios, apareció antes de que pudiera evitarlo.
—En algunos aspectos… sí —respondí, sorprendida de mi propia osadía.
Sus ojos se clavaron en mí con una mezcla de desafío y súplica.
—¿Te interesaría dominarme? —dijo con un tono bajo, cargado de una vulnerabilidad que nunca habría imaginado en él—. Lo que quieras será tuyo.
La propuesta era tan inesperada como tentadora. ¿Dominar a ese hombre, siempre tan rígido y autoritario? No pude evitar que mi voz cambiara, que algo dentro de mí se encendiera.
—Ponte de rodillas —ordené, probando el terreno, pero con una firmeza que me sorprendió a mí misma.
Sin dudarlo, obedeció. Verlo a mis pies, aquel hombre que había creído indomable, despertó en mí algo poderoso. Su sumisión transformó el despacho en un escenario donde él no era más el dueño, sino el entregado. La tensión que había flotado entre nosotros hasta entonces encontró un cauce, y yo lo guiaba.
Lo que sucedió después no fue más que el despliegue de una danza de poder y deseo. Todo en su actitud hablaba de entrega absoluta, de una voluntad que cedía por completo a la mía. Cada movimiento, cada mirada, cada gesto obediente me hacía sentir más en control, más viva.
Desde aquella noche, el juego quedó establecido. No había palabras de más, solo una complicidad tácita que encendía nuestro trato cotidiano. En cada reunión, en cada interacción, bastaba un cruce de miradas para saber quién tenía la última palabra. Y cuando yo decidía, nos encontrábamos en aquel despacho que ahora era tanto mío como suyo, y el mundo quedaba a un lado, reducido al poder del deseo compartido.